11.12.11

Las mañanas de domingo llegaban tibias y lentas, con su música de campanarios y su forma de pájaro en vuelo. Nos levantábamos tarde, con el sol del mediodía chorreándose por el balcón. Ella salía de la cama primero y entonces yo rodaba como tronco a ocupar su lado de la cama, tibio cual nido, y poner mi cabeza sobre la almohada perfumada a ella. Dormitaba entre el calor de su piel ausente mientras la oía hablar en susurros con el gato, hacerse café, levantar cosas del suelo, ducharse. -No sé para qué se duchaba esta mujer, si siempre mantenía ese aroma dulce a violetas invisibles y hierbas salvajes-. Luego volvía con el pelo mojado y la espalda húmeda y jugábamos a que yo no me quería levantar. Ella saltaba, cantaba, correteaba, me ensalivaba, daba volteretas, me jaloneaba o me quitaba las mantas de encima. Yo me despertaba entonces, salía de mi letargo porque su júbilo encantador me había convencido de aparecer en el mundo y porque su luz era tan brillante, tan intensa, que me era imposible de nuevo dormir.