16.1.12

No sé qué me pasó, no me lo explico. Ella dijo que había dejado una nota sobre la mesa de la cocina. Yo no la vi, no tuve hambre, tampoco pude buscarla después. Cuando eran las 10 más o menos empecé a llamarla. Sobre las 12 dejé un par de mensajes. A las 3 comencé a hurgar entre sus cosas. A las 4 comencé a cortar sus jerséis; a las 5 ya había acabado con todo el armario. ¿Desesperación? ¿Celos? ¿Locura? No sé, no lo entiendo, todo junto quizá. Se sentía como un río de lava ardiente, un impulso inevitable, colérico, incontenible. Me senté sobre la pila de retazos y comencé con los zapatos. Entre mi llanto fiero no me di cuenta cuándo amaneció. Cuando llegó, hacia las 8, yo ya hacía horas que no era yo y comencé a tirarle encima los tacones uno a uno con fuerza, reclamándole entre dientes. Atiné a su hombro y en ese momento se cortó todo. Silencio. Cámara lenta. Toda la noche entre la ropa y la violencia que hacía un segundo me parecía perfectamente justificada de repente se me hizo ajena, absurda. Atisbé mi monstruosidad, pedí perdón. Cuando me sacó de casa a gritos le dije sollozando que había meado sobre su estuche de maquillaje. Era mentira.
La única bondad de todo esto es que ya nunca volveré a tener que esperarla.